En los parajes recónditos del alma, allí donde ni la esperanza osa morar sin temor a quebrarse, habitaba él… criatura de ímpetus violentos y ternura incontenible. Era un albarroto, nombre dado no por linaje, sino por esencia: ser convulso de emociones, entregado con tal vehemencia al arte de amar, que parecía destinado —desde su primer suspiro— a la ruina.
Amóla con la devoción de un monje y el frenesí de un mar tempestuoso. No hubo en su corazón espacio para la prudencia ni para la mesura. Todo cuanto poseía —palabras, pensamientos, tiempo, desvelos— lo derramaba a sus pies como quien ofrece su alma en holocausto.
Ella, por su parte, poseía la gracia apacible de una tarde otoñal. Era calma, era brisa, era constancia… y también, sin quererlo quizá, distancia.
Cuando la dicha floreció entre ambos, los días eran bordados de letras dulces y madrugadas compartidas entre suspiros. "Buenos días, mi albor", solía escribirle, y la doncella respondía con sonrisas que traspasaban las pantallas y acariciaban su pecho. Cada mensaje suyo era una estrella encendida en el firmamento del albarroto. Cada llamada, un himno.
Mas, como la flor que cede a la helada sin previo aviso, aquella constancia fue marchitándose.
Ella comenzó a escabullirse entre silencios, primero breves, luego eternos. El teléfono, otrora cántaro rebosante de ternura, se tornó sepulcro de palabras no dichas. Él persistía: “¿Has dormido bien, mi musa?” “¿Acaso pensaste en mí al ver el alba?”. Mas las respuestas se hicieron escasas, como si cada sílaba suya debiera cruzar un abismo insondable para alcanzarla.
Y entonces, un día, el silencio se volvió costumbre.
Él, sin embargo, no cejó. Aun cuando su alma era zarandeada por la angustia, continuaba enviando aquellos saludos que nadie respondía. Como un ruiseñor que canta a una estatua, derramaba su amor en el vacío, esperando tan solo un eco que jamás volvía.
En la quietud de una noche melancólica, le escribió:
“Mi bienamada, ¿en qué rincón del tiempo se han escondido tus palabras? Te confieso que cada amanecer sin tu voz es un clavo más en el ataúd de mi dicha.”
Mas la pantalla brilló sin respuesta, y el frío pareció filtrarse por entre las grietas de su alma.
Días después, le llegó un mensaje seco, descarnado, cruel en su brevedad:
“Por favor, cesa. Me siento agobiada. Ya no quiero seguir esto.”
Tal sentencia no le fue sorpresa, pero sí puñal. Se quedó largo rato contemplando aquellas palabras, como quien observa la última chispa extinguirse entre las cenizas. Sintió que algo se desgarraba en su pecho, no con el estruendo de la tragedia, sino con la resignación muda del abandono.
Recordó entonces los días de júbilo compartido, las noches en vela donde leía sus textos con deleite, cuando le decía:
“Tienes un corazón tan grande que a veces me asusta. Pero me haces sentir como si el mundo tuviera sentido.”
Y ahora, ¿qué era de él?
Nada más que una presencia indeseada.
Un vestigio molesto de algo que alguna vez fue llamado “amor”.
No insistió más. Comprendió que el verdadero amor no implora, y que la dignidad no debe inmolarse en el altar del apego.
Pero dolía. ¡Oh, cómo dolía!
Los días que siguieron fueron grises sin poesía. No abría los ojos con esperanza, sino por rutina. El teléfono, antes su faro, se tornó su verdugo.
A veces, por costumbre, abría el recuadro de conversación. Lo observaba en silencio. Escribía, luego borraba.
“¿Aún me recuerdas?”
“¿Fui algo más que una distracción?”
“¿Alguna vez me amaste o solo amaste ser amada por mí?”
Ninguna de esas preguntas hallaba alas para volar. Se quedaban en su garganta, atragantándolo, atormentándolo.
Y entonces, cierto amanecer lluvioso, se sentó en su escritorio de madera desgastada, encendió una vela de aroma tenue, y tomó la pluma. Sabía que escribir sería su única redención.
Escribió la última carta que jamás enviaría:
“Mi adorada ausente,
Desde el rincón más olvidado de mi ser, hallo fuerzas para deslizar estas palabras, no como reproche, sino como epitafio de un amor que aún respira, aunque tú lo hayas dado por muerto.
Fui yo quien te aguardó en cada ausencia, quien escribió con los dedos temblorosos esperando tan solo un “hola”. Fui yo quien celebró cada suspiro tuyo como si el cielo hubiese bajado a la tierra. Fui yo quien creyó que la intensidad era virtud, no carga.
Mas tú… tú me borraste con la sutileza de quien quita el polvo de un libro sin título. Te fuiste sin portazo, pero con el eco de un silencio que aún me perfora los tímpanos.
Hoy no te escribo para que vuelvas. No lo deseo ya. Lo que te ofrezco, esta vez, es un adiós digno. No porque me falte amor, sino porque al fin comprendo que el amor que no es correspondido, se pudre. Y yo, mi bien, no merezco llevar el alma enmohecida.
Que seas feliz, aunque no me pienses. Que rías, aunque no recuerdes por qué una vez lloraste entre mis brazos. Y si acaso alguna noche te visita la sombra de lo que fuimos, que no te espante. Yo te perdono.
Adiós, mi dulcísima pérdida.
Tu albarroto eterno,
quien nunca supo amarte en silencio.”
Dobló la carta con reverencia. La guardó entre los pliegues de un diario viejo. No se atrevió a quemarla. Quizá algún día, en otra vida, ella la leería.
Desde entonces, ya no buscó su nombre entre los amaneceres. Aprendió a vivir con esa especie de amputación invisible que deja el desamor.
Y aunque el corazón aún dolía, dolía distinto: con esa melancolía que no mata, pero que jamás se va.
Porque hay amores que no terminan… solo se transforman en sombras que caminan con nosotros hasta el final de los días.