Hubo un tiempo, en que el alba, aún vestida en oro,
me hallaba colgada de cada sílaba tuya;
cuando tus palabras —templadas y puras—
eran bálsamo fiel a mi frágil decoro.
¡Oh, cómo fluía el día contigo!
La hora tornábase etérea, callada,
y en cada mirada, en cada jornada,
hallaba mi alma un sagrado abrigo.
Tus pasos hollaban la senda de casa,
tus brazos, refugio, tu voz melodía,
y el mundo, por breve y dulce utopía,
parecía detenerse... si acaso me abrazas.
Mas heme aquí, dolida y confusa,
observando en sombras tu muda partida.
¿En qué desvelo perdiste la vida
que otrora tejimos en dicha profusa?
Contestas en horas, en horas perdidas...
¿No sientes acaso que algo ha cambiado?
¿No ves que mi pecho, tan solo y helado,
aúlla en la noche sus penas no oídas?
No soy del mundo que a ti te reclama:
yo soy de silencio, de casa, de sueños;
y tú, cual cometa, de fuegos risueños,
has huido del cielo que en mí se derrama.
¿Me ves acaso cuando ella te mira?
¿Sabes que ardo cuando a ti se aproxima?
No es celos, mi bien... es la negra neblina
del alma insegura que el miedo retira.
He amado tan solo a tu ser, sin medida,
y en este universo de carnes dolientes,
mi amor, cual reliquia de tiempos ausentes,
se aferra a un recuerdo que ya no da vida.
Mas si del siguiente mundo yo fuera,
donde habitan los ecos, las sombras, los velos,
te amara aún más, más allá de los cielos,
y allí, tal vez, tú me amases sincera.
No he de rogarte ya, amado mío,
pues mi voz se ha tornado susurro y rocío.
Soy sombra que cruza los sueños heridos,
fantasma en la bruma de días perdidos.
Morí sin que vieras mi lenta caída,
sin notar que mi alma, tan mansa, se abría
como un libro que, aún sin ser comprendido,
te ofrecía su tinta, su verbo rendido.
¿Me recuerdas, acaso, en tu mundo de prisa?
¿Sabes cuán frío es amar sin caricia?
Yo era un hogar —mas tú, peregrino—
dejaste mi lámpara sin su destino.
Desde este umbral donde yacen los muertos,
aún guardo tus risas, tus gestos inciertos.
Me duelen tus ojos sin brillo en los míos,
me hieren tus labios cerrados, vacíos.
Ella —la otra—, tu nueva constancia,
roza tu brazo con cruel elegancia.
Y yo, que te amé con pasión sin medida,
soy sólo un lamento que el viento anida.
Mas no vengo a odiarte, ni a pedir clemencia:
sólo deseo que sientas mi ausencia.
Que el peso de mi alma, ya trémula y yerta,
te roce en la noche, te abrace, te envuelva.
Y cuando en la calma tú cierres los ojos,
y el mundo se duerma entre sueños flojos,
escucha mi voz, tenue, desgarrada,
que aún canta por ti... aunque no valga nada.
Ya no lloro por ti, dulce verdugo.
Mis lágrimas se han tornado espejo mudo.
Del llanto brotó un fuego callado,
y entre sus lenguas, mi pena ha callado.
He cruzado el abismo de la espera,
el gélido mar de la angustia sincera;
y he visto, en la niebla, mi rostro perdido
volverse de mármol, de orgullo esculpido.
No fui tu juego, ni tu flor marchita;
fui templo, fui llama, fui voz bendita.
Mas tú, caminante de amor deslucido,
te alejaste dejando mi canto vencido.
Hoy me yergue la noche en su capa de duelo,
y no tiembla mi pecho por tu desconsuelo.
Soy sombra, sí, mas una que elige
andar en silencio, mientras tú te desvijes.
De aquella doncella que amó sin medida
queda el eco sagrado, no la herida.
Y aunque me veas, si acaso, en tus sueños,
no hallarás súplicas, ni ruegos pequeños.
Sólo una figura que danza en la bruma,
con los ojos serenos y el alma sin bruma.
He muerto, sí, por amor sin regreso...
mas en mi tumba florece el progreso.
Y si otro me mira con fuego en el pecho,
no temblaré como antaño, maltrecha.
Seré yo quien elija, quien mire, quien diga:
"Esta vez no seré yo la que mendiga".