—Tu padre te está buscando —dijo el hombre de traje gris, cruzando la pierna como si estuviera en una reunión casual, no en el sótano oculto de una empresa con fachada de cafetería.
Alexia Ferrer, 23 años, cabello corto, gafas oscuras, sonrisa de quien ya lo sabe todo, apenas levantó la mirada del monitor.
—Diez años sin buscarme, y ahora se acuerda. Qué tierno. ¿Ya se cansó de jugar al general?
—Alguien lo quiere muerto. Y también a ti.
Silencio. Solo el sonido de los ventiladores de las computadoras llenó la sala.
Alexia tecleó un comando. En segundos, los planos de una base militar, un fondo de inversión fantasma y una red de comunicaciones clandestinas aparecieron en pantalla.
—Ya lo sé. Pero a mí nadie me encuentra. Ni tú. Así que, ¿quién te mandó?
—Él. Tu padre. Cree que es tarde para pedir perdón, pero no para protegerte.
—Yo me cuido sola.
—¿También sola descubriste que te llamas Alexia Ferrer, pero ese no es tu nombre real?
Sus dedos se congelaron en el teclado. Solo por un segundo. Luego, volvió a escribir.
—Ni tú sabes quién soy en realidad.
Él sonrió.
—¿No quieres saber por qué te dejó ir?
Ella no respondió.
—Tu madre no murió por accidente.
Y entonces todo cambió.
El pasado no le dolía. La indiferencia era su escudo. Pero su madre…
Había aprendido a pelear, a escapar, a esconder sus rastros.
A construir empresas digitales bajo identidades falsas.
A no enamorarse de idiotas como su ex, que la traicionó por un pendrive.
Pero eso… eso no se lo esperaba.
Cerró el portátil.
—Tienes cinco minutos. Habla.
Él respiró hondo.
—Tu madre descubrió algo. Algo grande. Estaba encriptado en un servidor militar. Ella dejó una copia para ti. Tu padre nunca supo hasta hace poco. Cuando lo encontró, ya era tarde.
—¿Y ahora me necesita?
—Ahora eres la única que puede descifrarlo.
Alexia se levantó. Se acercó al hombre y lo miró fijamente.
—No es por él. Ni por ella. Es por mí. Si alguien cree que me puede borrar, va a aprender lo que es jugar con una Ferrer.
Y sin decir más, tomó su USB rojo —el único que siempre lleva consigo— y caminó hacia la salida.
No sabía si perdonaría.
Tampoco si regresaría.
Pero lo que sí sabía era que si el pasado la buscaba, ella lo enfrentaría.
Tres días después, Alexia estaba frente al servidor militar subterráneo al que había accedido con una sola línea de código.
Nadie supo cómo entró.
Nadie supo que ya había estado allí antes, cuando tenía 17.
En la pantalla: un archivo encriptado con el nombre “M.E.R.C.U.R.I.O.”
Su madre lo nombró así.
Clic.
Las líneas comenzaron a descifrarse lentamente.
Fotos. Conversaciones. Contratos.
Corrupción. Armas ilegales. Una red que usaba a fundaciones falsas para traficar información… y vidas.
Y el nombre de su padre… no estaba allí.
Pero el del hombre que siempre lo acompañó en la base, sí: General Rivas.
Ese era el verdadero traidor.
Y el responsable de la muerte de su madre.
Alexia tragó saliva. Por primera vez, sintió que su vida entera tenía sentido.
Abrió su mochila.
Dentro: una caja metálica sellada. Su madre se la dejó antes de morir. Ella nunca la había abierto… hasta hoy.
Dentro, una carta escrita a mano.
> “Mi Alexia:
Si estás leyendo esto es porque descubriste la verdad.
No confíes en nadie. Ni siquiera en tu padre… no todavía.
Pero si algún día vuelve por ti, es porque encontró el camino.
Sé libre. Sé fuerte. No repitas nuestra historia.
Te ama siempre,
Mamá.”
Un paso sonó detrás de ella.
—¿Lo encontraste?
Era su padre.
No iba con uniforme. Solo una chaqueta gris, el rostro envejecido. Sin escoltas. Solo él.
Ella lo miró.
—Sí. Y sé quién la mató.
Él asintió.
—Lo sabía. Por eso te envié a buscar. No podía hacerlo solo. No contra todo el sistema.
Ella cerró el portátil.
—No lo hago por ti.
—Lo sé —dijo él—. Lo haces por ella.
Alexia caminó hacia él. Por primera vez en muchos años, lo abrazó.
No por reconciliación.
No por amor.
Sino porque, a veces, la venganza también se hereda.
—Esto no termina aquí —le susurró.
—No —respondió él—. Recién empieza.
Y juntos, padre e hija, desaparecieron en la noche.
Sin dejar rastros.