A los diecinueve, Sofía conoció a Leo en una cafetería empapada de lluvia. Él rescató su libro de las garras de un café derramado con una sonrisa tímida y ojos que parecían guardar secretos del mar. Fue un torbellino de verano: paseos bajo las estrellas fingiendo conocer las constelaciones, risas ahogadas en conciertos de bandas desconocidas, promesas susurradas con el aroma del jazmín en el aire. Leo era su primer gran amor, intenso y absorbente. Sofía tejía sueños de futuro con cada trenza que él jugueteaba distraídamente.
Pero el verano siguiente, a los veinte, un accidente de tránsito borró dos años de su vida. Despertó en un hospital, la cabeza vendada, el mundo extraño y su corazón… vacío. Leo estaba allí, al principio, con flores y una preocupación que le parecía forzada, como un actor repasando un guión olvidado. "Te quiero, Sofía", decía, pero sus palabras resbalaban sobre ella sin encontrar eco. En las semanas siguientes, Leo se desvaneció como la bruma matutina. Una visita esporádica, un mensaje frío, luego el silencio. Sofía, aún frágil y confundida, sintió más alivio que dolor por su ausencia. Reconstruyó su vida desde cero, con amigos pacientes y una terapia constante, aprendiendo a querer la persona que era *ahora*.
Un año después, en una tarde tranquila mientras ordenaba una vieja caja de recuerdos, encontró un diario olvidado en el fondo del armario. La tapa desgastada le resultó familiar. Lo abrió. Fue como romper un dique. Las memorias inundaron su mente con una claridad dolorosa y cristalina: no solo el amor, sino **todo lo demás**.
Vio las veces que Leo cancelaba planes de última hora sin una explicación real, dejándola plantada. Sintió de nuevo el pinchazo cuando él menospreciaba sus logros académicos con un "¿Y eso para qué te sirve?". Recordó la noche de su cumpleaños, donde él llegó borracho y se enfadó porque ella no quería ir a una fiesta con sus amigos. Revivió el peso de sus críticas constantes a su ropa, sus amigos, sus sueños de estudiar arte. "Es que solo quiero lo mejor para ti", decía, pero sus palabras eran dagas envueltas en seda. Y el recuerdo más amargo: la noche antes del accidente, suplicándole que no manejara después de beber. Él se rió, la apartó con un "No exageres, no es nada", y se fue solo.
Las lágrimas cayeron sobre las páginas del diario, no de añoranza, sino de rabia y profunda decepción. No lloraba por el amor perdido, lloraba por la Sofía de diecinueve años que había aceptado migajas de afecto creyendo que era un banquete. Lloraba por el tiempo y la energía entregados a alguien que solo sabía tomar, nunca dar; que menospreciaba su luz y trataba sus preocupaciones como tonterías.
Mirándose al espejo, la Sofía de veintiún años, más fuerte y serena, vio la verdad con una claridad brutal. Leo no había sido un gran amor perdido por la tragedia. Había sido una lección disfrazada de romance. El accidente, con su bruma de olvido, no le había robado algo precioso. Le había **salvado** de seguir atada a alguien que no la merecía. Una sonrisa triste pero liberada se dibujó en sus labios. Cerró el diario para siempre. Ahora lo sabía: a veces, olvidar no es una pérdida, sino el primer paso para encontrar tu propio valor. Y Leo no valía ni un suspiro más de su recuerdo.