Soren nació en la familia Maelis, una antigua y noble casa que valoraba el poder por encima del vínculo. Ser Omega fue su condena desde el momento en que nació. En un mundo donde los Omegas eran vistos como recursos o instrumentos políticos, su familia decidió ocultarlo durante sus primeros años. Lo mantuvieron encerrado, diciéndole que era por su seguridad, pero en realidad era vergüenza.
A los 12 años, su secreto fue revelado y su cuerpo comenzó a presentar signos de su biología. Fue entonces cuando su familia lo “entregó” como parte de un acuerdo de alianza a un Alfa poderoso, un hombre cruel y controlador. Su vida se volvió una jaula dorada: sin decisiones, sin afecto, sin futuro.
Soren murió a los 20 años, traicionado por aquel Alfa y abandonado por su familia. Su muerte no fue heroica ni significativa. Solo un número más en un sistema que nunca lo valoró. Su último pensamiento fue un deseo: “Si pudiera volver… lo cambiaría todo.”.
El aire olía a hierro, perfume caro y desesperación. Desde algún rincón del salón, el eco de pasos se alejaba sin prisa.
La última persona que lo había mirado… lo hizo como quien observa una cosa rota. Ni siquiera con odio. Solo con decepción.
—Así que eso fue todo… —susurró Soren con la voz rasgada, con la garganta seca.
Sus dedos se aferraban a una tela sucia. No sabía si era su camisa, una sábana, o la manta vieja con la que lo habían cubierto. Le daba igual.
Nadie venía.
Nadie lo buscaba.
Nadie lloraba.
Lo traicionaron.
Otra vez.
La promesa de protección que un Alfa le había hecho años atrás resultó ser solo otra mentira más, como las que escuchó de niño. Como las de su padre, su hermano, incluso de su madre. Todo había sido un círculo lento de abandono disfrazado de deber.
Soren cerró los ojos. No con resignación, sino con una calma amarga.
“No fue mi culpa haber nacido Omega… No lo fue… No lo fue…”
Una última exhalación le dolió más que las anteriores. Todo su cuerpo se rindió.
El corazón, agotado de aguantar, simplemente se detuvo.
Pero entonces, algo extraño ocurrió.
En medio de la oscuridad, una chispa. Una presión tibia en su pecho. No era vida. No era alivio. Era… memoria.
Una ráfaga de imágenes cruzó por su mente: la biblioteca secreta donde solía esconderse, el aroma del té que le robaba a la cocinera, la risa olvidada de su niñez. Su cuerpo ya no estaba, pero su conciencia no desaparecía.
Y luego, la sensación más extraña de todas: ligereza.
Como si el tiempo mismo se rompiera. Como si alguien —o algo— le hubiera concedido una segunda mirada.
Soren intentó abrir los ojos.
Y cuando lo hizo, se encontró mirando un techo que recordaba. Una lámpara antigua, colgando con polvo. Paredes de madera. Sábanas ásperas.
Su mano era pequeña.
Demasiado pequeña.
Sus labios temblaron, su corazón latía rápido, desbordado de confusión. Se sentó en la cama de golpe, respirando entrecortado… y entonces lo supo.
“Volví… Volví al inicio.”
Tenía cinco años otra vez.
Y esta vez, no pensaba morir igual.