Capítulo 1: El ascensor no olvida
El reloj marcaba las 2:47 a.m. cuando el estruendo la arrancó del sueño. Daniela abrió los ojos con el corazón golpeándole las costillas. No era un sonido cualquiera. Fue seco, profundo, como un puño contra una puerta que ya no existe.
Llevaba solo tres días en el viejo apartamento de su abuela —muerta hacía ya seis años—, pero el aire del edificio ya se le metía en la piel como humedad vieja. Todo estaba intacto: los muebles cubiertos con sábanas, las fotos enmarcadas de gente que ya nadie recuerda… y el maldito ascensor que todos decían que no funcionaba desde el incendio.
Se levantó. No por curiosidad, sino porque algo —una sensación— le decía que esa noche iba a cambiarlo todo.
Cruzó el pasillo oscuro. La luz titilante del techo lanzaba sombras intermitentes sobre las paredes. Cuando llegó al ascensor, su pecho se apretó: el botón del cuarto piso parpadeaba en rojo.
Pero nadie lo había presionado.
Se acercó. El botón brilló una última vez antes de apagarse por completo. La puerta chirrió. Abierta.
Dentro, el ascensor olía a metal caliente y ceniza.
Y ahí estaba. El mensaje. Escrito con lo que parecía sangre vieja, seca, oxidada:
“¿Te acuerdas de mí, Dani?”
Sintió que las piernas le fallaban. Ese apodo… solo una persona lo decía así. Y estaba muerto.
Las luces del ascensor parpadearon. Cuando volvió a mirar dentro, había una sombra. Alta, delgada. Unos ojos. Negros. Reconocibles. Imposibles.
—No puede ser —susurró ella, con un nudo en la garganta que dolía más que el miedo—. No tú…
Y entonces él habló. Con la voz que Daniela no escuchaba desde aquella última noche, la que había jurado olvidar, la que aún amaba sin querer.
—¿Pensaste que el fuego me borraría de ti?
Antes de que pudiera correr, el ascensor la tragó. Las puertas se cerraron de golpe. Las luces se apagaron. Y solo quedó su respiración temblando en la oscuridad.