Durante meses, Elías vivió en la oscuridad de su mente. Cada día era una repetición del anterior: despertarse sin ganas, mirar el techo durante horas, ignorar mensajes, y caminar por la casa sin rumbo. No encontraba sentido a nada. La tristeza era tan pesada que apenas podía moverse. No lloraba, no hablaba, no reía. Solo existía.
Sus amigos comenzaron a alejarse, y su familia no entendía lo que le pasaba. “Tienes todo, ¿por qué estás así?” decían. Eso solo lo hacía sentir más solo, más roto.
Una tarde lluviosa, mientras caminaba sin rumbo, pensó en rendirse por completo. Se sentó en una banca del parque, empapado, dejando que la lluvia lo cubriera. Cerró los ojos, deseando desaparecer.
Pero entonces, un perro callejero se le acercó. Estaba delgado, mojado, temblando. Elías lo miró. Por primera vez en semanas, sintió algo: compasión. Lo envolvió con su chaqueta y se lo llevó a casa.
Lo llamó “Luz”. Y, sin saber cómo, cuidar de Luz lo obligó a levantarse, a salir, a limpiar, a moverse. Poco a poco, la rutina dejó de ser tan dolorosa. Luz le lamía la cara cuando lloraba, lo hacía reír con sus travesuras.
Pasaron los meses. Elías comenzó terapia, volvió a hablar con un viejo amigo, se apuntó a un curso de ilustración. No todo era perfecto, aún había días grises, pero ya no estaba solo. Y cada vez que dudaba de su valor, Luz se acurrucaba a su lado, recordándole que todavía había esperanza, incluso después de la tormenta.