─¿Cómo te declaras? ─el juez alzó la voz esperando mi respuesta. Con una sonrisa burlona, le respondí:
─Culpable.
El llanto y las malas palabras de los familiares de mis víctimas sonaban como campanas dentro de aquella corte. La indignación de la sociedad a través de las redes sociales estaba presente, condenándome a muerte incluso antes que el mismo tribunal de justicia. Nadie más allá de mí y de mi querido hermano entendía mis motivos para haber asesinado a esos sesenta y siete hombres.
─¿Puedes contarnos todo lo que hiciste?
Sonreí de lado mientras miraba con arrogancia al público presente.
─Con lujo de detalle, mi querido juez.
Nací en un pequeño pueblo al sur de Estados Unidos, en Texas para ser exactos. Viví una buena infancia con mis padres juntos y apoyándome en todo. Éramos la familia perfecta, una familia modelo para la sociedad.
Crecí siendo una persona muy inteligente y con una gran capacidad para socializar. Mis padres estaban orgullosos de mí, pero, después de la llegada de su segundo hijo, todo se fue a la mierda. Mi padre, como el proveedor del hogar, tenía que trabajar más y más horas. Las molestas citas al médico debido a que mi hermano era un niño débil de salud hacían que mi madre se sintiera molesta todos los días.
Me volví un niño comprensivo, ya que no me quedaba nada más que hacer. En la escuela, comencé a comportarme de manera diferente, convirtiéndome en el payaso de la clase, creyendo ingenuamente que así mis padres se darían cuenta de que aún tenían a ese hijo del que se sentían orgullosos.
Al llegar al bachillerato, empecé a relacionarme con malas compañías y a consumir alcohol y drogas. Terminé en la comisaría en varias ocasiones, pero mi padre siempre me sacaba. Nunca me reprendió por mis acciones; si lo hubiera hecho, tal vez no habría llegado hasta este punto.
No culpo a mi padre por mis errores. Aunque nunca me dio una lección, no podría haber reprimido mis deseos, que cada día se volvían más fuertes. Él era un buen hombre, aunque su trabajo lo mantenía alejado de mí. Nunca le reproché nada; de hecho, me dio más de lo que podría haber pedido.
Cuando llegué a la adolescencia, mis deseos sexuales se encendieron. Sin embargo, me sentía culpable por tenerlos y me encerré en mí mismo, guardando todo eso para mí. Mientras mis compañeros hablaban de lo que querían hacerle a una chica, yo solo deseaba tener relaciones con otro hombre.
Soñaba con un hombre sumiso, alguien que me complaciera y cumpliera mis deseos y fetiches, que cada vez se volvían más extraños. Pero no me atrevía a hacerlos realidad debido al temor a Dios. Desde joven, me habían inculcado que las relaciones entre dos hombres eran un pecado y nos llevarían directo al infierno, donde arderíamos por toda la eternidad.
No quería ir al infierno; no deseaba arder allí por el resto de la eternidad, sufriendo interminablemente y pagando por todos mis pecados. Entonces, decidí guardar todo eso hasta que un día ya no pude más y cometí mi primer homicidio.
Tenía diecisiete años cuando mi madre me abandonó, dejando una nota en la que se despedía de mí y me deseaba lo mejor. Se llevó a mi hermano, como era de esperarse, y yo me quedé solo en esa casa a la orilla de la carretera. Ese día, tomé el dinero que tenía destinado para la comida y caminé por toda la carretera hasta la tienda de conveniencia para comprar alcohol ilegalmente. De regreso, me encontré con un chico cuyo auto había quedado sin batería.
─Soy Demian ─me dijo.
Me pareció un lindo nombre mientras lo invitaba a tomar unas cervezas y le ofrecía ayuda para recargar la batería. Fuimos a mi casa y nos pusimos a beber mientras esperábamos a que la batería se cargara por completo.
Comenzamos a conversar, y yo seguí dándole cerveza hasta que estuvo ebrio. Él mencionó que tenía que irse, pero yo no quería eso. Intenté convencerlo de que se quedara de buena manera, pero era muy rebelde y decidió marcharse. No podía dejarlo, así que cuando se dio la vuelta para salir de mi casa, agarré un bate de béisbol y lo golpeé en la cabeza, dejándolo inconsciente.
Lo llevé a la habitación y lo até a la cama, las cuerdas le dejaron heridas en las muñecas. Lo desvestí y lo maltraté hasta que ya no pude más, me gustaba golpearlo mientras lo penetraba una y otra vez deseando que sangrara por el ano.
Eyaculé dentro de él muchas veces, lo llené de heridas por todo el cuerpo azotándolo con el cinturón una y otra vez, la cara le quedó deforme por los golpes que le di. Lo encerré en el sótano de mi casa y lo violé cuántas veces quise, algunas veces se desmayaba por el dolor o por la falta de alimento. Un día, cuando bajé a darle de comer y un poco de agua, me di cuenta de que ya había muerto.
En ese momento recordé lo que mi padre solía hacer con los animales muertos que encontrábamos cerca de casa. Sin embargo, no podía simplemente ponerlos en una bolsa y arrojarlos al barranco que estaba a unos kilómetros de distancia. Entonces, ¿qué debía hacer?
─Tengo una idea.
Agarré un cortador de árboles y corté el cuerpo en tantas partes como pude. Luego lo puse en bolsas y caminé por el bosque hasta encontrar un lugar alejado donde dejarlo. Cavé una fosa y lo enterré, cubriendo la tierra suelta con hojas secas. Regresé a casa y bebí hasta quedar tirado. Me sentí miserable, pero me gustó la sensación de poder someter a alguien, que no hablara y cumpliera todos mis caprichos, aunque fuera a la fuerza.
El tiempo pasaba y de vez en cuando iba a aquel lugar con una hielera, ya que era la única parte de su cuerpo que conservaba congelada. Metía mi pene en su boca y eyaculaba en ella. La sensación de placer y éxtasis que me causaba era lo único que importaba en ese momento.
Cuando mi padre regresó, solo me dejó dinero y me dijo que me cuidara. A mí no me importó en absoluto y le comenté que quería entrar al ejército, tal vez hacer el servicio militar funcionaría. Él estuvo de acuerdo y siguiendo ese objetivo, me mudé de casa. Estuve en la escuela militar y fui al área médica, sin embargo, aún sentía un vacío que solo había saciado cuando aquel chico se cruzó en mi camino.
A pesar de todo, seguí adelante siendo un buen soldado.