Era una mañana de primavera. El sol se colaba a través de las ranuras de la persiana y dibujaba figuritas de luz sobre la cama de Laura. De pronto, los rayos de sol le hicieron cosquillas en la nariz y se despertó.
La niña abrió los ojos lentamente. Cuando éstos se acostumbraron a la luz, observó que sobre su escritorio había un misterioso paquete. ¡Parecía un regalo para ella! Laura se levantó de un salto, brincando de ALEGRÍA, con una enorme sonrisa en la cara y dando gritos de emoción.
Mientras lo abría, pensó que iba a ser un gran día. En el interior del paquete había un pequeño espejo acompañado de una nota misteriosa: ¡La ALEGRÍA es contagiosa! Con este espejo podrás reflejar tu ALEGRÍA en los demás.
Laura lo sacó con cuidado. Debajo encontró una cuerda, un ábaco, un flotador y un chubasquero. ¿Para qué servirían? ¡Laura supo que una gran aventura estaba a punto de comenzar! Así que volcó el contenido de la caja en su mochila y salió de casa dispuesta a encontrar gente a la que contagiar su alegría.
Iba tan abstraída que no se dio cuenta de que se adentraba en un pantano. Parado en medio de la ciénaga observó un temible dragón. Laura se paró en seco. Sintió que un sudor frío le recorría la espalda y su cuerpo se paralizaba. ¡Tenía mucho MIEDO! El dragón giró la cabeza, la miró fijamente y… se puso a gritar de terror.
– ¡No me hagas daño, por favor! -suplicó el dragón.
Laura se dio cuenta de que el dragón estaba mucho más asustado que ella. Aún así, la gigantesca fiera le provocaba pavor.
– Quería reflejar mi alegría en ti, pero me provocas mucho MIEDO -dijo Laura, con voz temblorosa.
-¿MIEDO? ¿Yo? Vosotros, los humanos, sí que sois peligrosos. Durante siglos habéis perseguido dragones para matarlos. ¿No has visto las películas? -respondió, aterrorizado, el fiero dragón.
Al oír aquello, Laura entendió que el MIEDO te hace sentir pequeñito. No importa lo grande o fiero que seas: si estás asustado, todo te parece peligroso, incontrolable. La niña sintió lástima por el dragón. ¡Se le veía tan asustado! Entonces sacó la cuerda de la mochila y se la ofreció.
– Con esta correa podrás atar el MIEDO y mantenerlo siempre bajo control -le explicó Laura.
El dragón observó la cuerda, incrédulo. Pero luego la agarró son sus fauces y se marchó muy contento, dispuesto a atar todos sus miedos.
Laura dejó atrás el pantano y llegó a un pequeño claro. Allí, un gigante con pinta de bobalicón se divertía pisoteando amapolas. Laura se enfadó muchísimo. ¡Eran sus flores favoritas! Sintió un intenso calor desde los pies a la cabeza, como si todo su cuerpo encogiera y lo de dentro fuera a explotar.
– ¡Deja en paz las flores! Son muy frágiles y las estás rompiendo -gritó Laura, llena de IRA.
El gigante se giró, asombrado. Al ver a Laura su rostro se puso rojo de rabia y su ceño se frunció hasta hacer casi desaparecer sus ojos. Ya no soltaba risotadas bobas, ahora apretaba mucho los dientes.
-¿Cómo te atreves a darme órdenes? ¡Oírte hablar así me pone furioso! -Se quejó el gigante, muy enfadado.
– Quería proyectar en ti mi alegría, pero me provocas mucha IRA -le espetó Laura.
-Tú a mí, más -replicó el gigante-
– ¡No! Tú a mí, más -contestó Laura
– ¡¡No!! ¡¡Tú, más!! -gritó el enorme ser.
Tras una larga y absurda discusión, Laura comprendió que cuando algo nos molesta nos convertimos en una especie de olla a presión y, si no dejamos que salga, la IRA puede desbaratar el resto de emociones y pensamientos. ¡Aunque estaba claro que había que saber controlarla! Así que Laura dejó de discutir. Buscó de nuevo en su mochila y sacó el ábaco.
– Toma, gigante bobalicón. Con este ábaco podrás contar hasta 10 antes de hacer nada de lo que te puedas arrepentir -dijo la niña, con cierta condescendencia.
El gigante se puso completamente rojo de IRA. Pero como vio que Laura no se inmutaba, cogió el ábaco y comenzó a contar hasta 10: uno, dos tres, cuatro, cinco, seis, siete ocho, nueve y diez.
Laura continuó su camino, satisfecha. De pronto se encontró en el centro de una extraña huerta. Todas las verduras y hortalizas que allí crecían eran enormes. Entonces Laura vio una enorme col de Bruselas frente a ella. Sintió náuseas y pensó que iba a vomitar.
– ¡¡PUAAAAGGG!! Coles de Bruselas -se quejó Laura, tapándose la nariz.
– ¡¡¡PUAAAGGGGG!!! Niñas de carne y hueso -respondió una estridente voz.
Laura dio un respingo. ¿De dónde había salido esa voz? ¡Estaba completamente sola! Entonces la enorme col de Bruselas se levantó del suelo sobre dos patitas como alambres. A pesar de que le había dado un susto de muerte, la col parecía inofensiva.
– Quería proyectar mi alegría en ti, pero me das mucho ASCO -se excusó Laura.
– Tú a mí, más. Una vez me tocó una niña con las manos sucias… ¡Y me pudrió cuatro hojas! -relató la col.
Laura se dio cuenta de que el ASCO es muy personal y que, en muchos casos, nos mantiene alejados de los peligros. Entonces rebuscó de nuevo en su mochila y sacó un chubasquero que le tendió a la col de Bruselas.
– Con este chubasquero evitarás que te toquen y mantendrás alejado de ti el ASCO -explicó Laura.
– Uuuhhh, qué buen invento. ¡Gracias!
La col se puso el impermeable y se marchó tan campante, silbando alegremente y dando pequeños saltitos.
Laura dejó atrás el extraño huerto. Tras caminar un largo rato por la ribera de un río de aguas cristalinas, llegó a un remanso. De pronto, escuchó algo. Sobre una roca, en mitad del agua, un oso de peluche lloraba amargamente, lleno de TRISTEZA. Laura sintió cómo se le encogía el corazón y un gran vacío inundaba su interior.
– Quería reflejar en ti mi alegría, pero me das mucha pena, ¿Por qué lloras? -dijo Laura, con voz quebrada por la TRISTEZA.
El peluche levantó la mirada. Al ver a Laura comenzó a llorar más fuerte. La gran cantidad de lágrimas vertidas hizo que el río creciera aún más.
-Me llamo Peluso. Mi mejor amigo me olvidó en esta roca y nunca más volvió -logró decir entre llantos el osito.
-Cálmate. No llores. Yo también perdí a mi peluche cuando era pequeña -le consoló Laura.
-Es que le echo mucho de menos -lloriqueó Peluso.
Laura comprendió que la TRISTEZA aparece cuando sentimos que nos falta algo. Y se dio cuenta, además, de que es el sentimiento más contagioso y de que todos necesitamos pedir ayuda para no hundirnos en nuestra TRISTEZA. El oso continuaba llorando sin cesar y el agua ya le llegaba a Laura hasta casi los hombros, de manera que sacó rápidamente de su mochila el flotador y se lo ofreció al osito.
– Con este flotador evitarás hundirte cuando estés triste. ¡Sube! ¡Te ayudaré! -dijo Laura tendiéndole una mano al osito.
Laura y Peluso lograron agarrarse al flotador justo antes de que el río de lágrimas los engullera. La corriente los arrastró hasta una verde pradera. Una vez a salvo, Laura sacó de la mochila el espejo y, ofreciéndoselo al osito, preguntó:
– Peluso… ¿Quieres ser mi peluche mejor amigo?
En ese momento, del espejo brotó un intenso haz de luz que se reflejó sobre Peluso.
¡Al fin! ¡Laura había logrado proyectar su ALEGRÍA! El osito aceptó el espejo con gran emoción.
-¡Claro que quiero! -gritó Peluso, muy contento.
Tras reír, cantar y dar saltos de alegría, Laura y Peluso se tumbaron sobre la fresca hierba. Ambos se sentían en CALMA. En paz y armonía. Laura pensaba en toda su aventura: no solo había conseguido reflejar su ALEGRÍA, sino que a lo largo del camino había aprendido a identificar sus emociones: MIEDO, IRA, ASCO, TRISTEZA, ALEGRÍA Y CALMA.
Al recostarse sobre su mochila, Laura notó algo duro en su interior. Metió la mano y sacó un objeto que no había visto cuando abrió el paquete: era una batuta. ¡Ahora lo entendía! Identificar las emociones no sirve de nada si no sabes controlarlas.
– ¿Sabes, Peluso? Las emociones me recuerdan a los instrumentos de una orquesta: cada uno suena diferente, cada uno tiene una función y TODOS son necesarios. Pero deben entrar a tiempo para lograr la armonía. Con las emociones ocurre lo mismo ¡Necesitan estar acompasadas para convertir la vida en música!