Fuiste vendida, cariño
Capítulo 1
Thalía nunca había sido bienvenida en esa casa. Ni en esa familia.
La mansión era hermosa, sí. Suelos de mármol blanco, techos altísimos, lámparas de cristal que valían más que su vida entera. Pero no era su hogar. Nunca lo fue.
A los veinte años, se había convertido en la sombra de una familia que no la consideraba sangreni hija. No era más que la molestia que vivía en el ala trasera de la casa, la que debía agradecer cada plato de comida como si fuera limosna.
—¿Otra vez llegas tarde a la cocina? —espetó Irene desde el otro lado de la mesa, sorbiendo su café negro con asco—. ¿Ni siquiera eres capaz de ser puntual en lo único que haces bien?
Thalía cerró la boca. Aprendió hace años que discutir era perder el tiempo.
Enfrente de ella, sentada con las piernas cruzadas y las uñas recién pintadas de rojo, estaba Bianca. La hija legítima. La perfecta. La princesa.
—Déjala, mamá —dijo con una risita burlona—. Seguro estaba soñando con ser como yo.
Thalía clavó la mirada en el mantel. No valía la pena. No valía nunca.
La única razón por la que vivía allí era porque Irene se había casado con Esteban, el padre de Bianca, cuando Thalía tenía nueve años. Un matrimonio arreglado, como todo en esa casa. Lo único que Irene ganó fue el apellido, el estatus, y la oportunidad de esconder a su hija bastarda detrás de puertas cerradas.
Pero Esteban apenas estaba. Y cuando estaba, fingía no ver. No oía. No sabía.
Esa mañana en particular, el aire en la casa se sentía más denso. Bianca parecía especialmente divertida, e Irene no paraba de recibir mensajes en su celular, que miraba con una sonrisa que a Thalía siempre le pareció más de serpiente ursurpadora que de madre.
Después del desayuno, Thalía intentó desaparecer, como siempre. Subió a su pequeño cuarto en el ático —el único lugar donde podía llorar sin que nadie le pidiera que llorara en silencio—, pero antes de cerrar la puerta, escuchó el llamado de Irene.
—¡Thalía! Baja, ahora.
El tono no admitía demora.
Descendió de nuevo, con los pies pesados. En el salón principal la esperaban Irene, sentada como si estuviera en un trono, y Bianca, quien no podía esconder su sonrisa de expectativa.
—Te tengo una noticia —dijo Irene, palmeando el sofá a su lado, como si esperara que Thalía se sentara como una niña obediente. Pero ella se quedó de pie. Por instinto. Por defensa.
—Irene, si es para humillarme otra vez, no tengo tiempo.
—No. Esta vez no. Esta vez vas a agradecerme.
Bianca se rió por lo bajo.
—¿Agradecer qué?
—Tu vida miserable va a cambiar —Irene se levantó, caminó hacia ella y le sostuvo el rostro con una mano fría—. Hoy te compraron, cariño.
Thalía parpadeó. Sintió el corazón latirle en las sienes.
—¿Qué…?
—Un matrimonio. Un contrato. Te vendí. Formalmente, claro. Con abogado, papeleo y todo lo legal.
—¿Estás… estás bromeando?
—No. Ya tienes dueño. Te casas en una semana. Con un hombre que sabe lo que quiere. Y tú… tú vas a hacer lo que mejor sabes: obedecer.
Thalía retrocedió un paso. Las palabras no le salían. El aire se volvió fuego en sus pulmones.
—No puedes hacerme esto.
—Claro que puedo —Irene cruzó los brazos—. Eres mayor de edad, pero no tienes dinero, ni familia, ni ningún sitio a donde ir. Sin mí, no existes. Esto es lo mejor que te puede pasar.
—¿Quién es? —murmuró, temblando.
—Adrián Muñoz. 28 años. Millonario. Guapo. Frío como un témpano, pero eso no importa. Tiene una hija, por cierto. Así que también serás madrastra. Qué bonito, ¿no?
Thalía sintió que se le doblaban las rodillas.
Bianca no pudo más y estalló en carcajadas.
—¡Una mucama siendo señora de una mansión! Vas a ser la risa de todos.
Irene se acercó de nuevo, bajando la voz.
—No tienes opción, Thalía. Si dices que no, te largas de esta casa hoy. Y no tendrás ni para pagar un café.
Y entonces lo entendió.
No era una hija. No era una hermana. Era un objeto. Un precio en un catálogo.
Y acababa de ser vendida al mejor postor.