Era la noche del 2 de febrero de 1987, en lo profundo de los bosques que se extendían más allá de Los Ángeles. El invierno había dejado la tierra húmeda y el aire cargado de un frío penetrante. Las ramas desnudas de los árboles se entrelazaban como garras contra el cielo, y el murmullo del viento entre las copas altas creaba una sinfonía lúgubre, como si el propio bosque respirara en silencio.
El reloj marcaba las 11:47 p.m. cuando la tormenta, anunciada desde la tarde, comenzó a descargar su furia. Primero con lloviznas finas que golpeaban las carpas como un tambor suave, y luego con aguaceros violentos que hacían vibrar el nylon y hacían que el suelo se empapara rápidamente.
En una pequeña llanura improvisada como campamento, dos carpas naranjas se alzaban tímidamente entre los troncos gigantescos. Frente a ellas, la fogata que hasta hacía una hora chisporroteaba alegremente ahora no era más que un montón de brasas apagadas y humeantes, derrotadas por la lluvia. El aroma de humo mojado se mezclaba con la tierra húmeda, y el aire adquiría un sabor metálico.
Las risas que habían llenado el claro hacía un par de horas se habían extinguido. Dos parejas jóvenes habían decidido alejarse de la ciudad para pasar un fin de semana distinto: cerveza barata, guitarras desafinadas, besos a escondidas y la sensación de libertad que solo daba estar lejos de todo.
Dentro de las carpas, el calor humano y el cansancio de la jornada habían vencido al bullicio. Los cuatro dormían plácidamente, ignorando que el bosque había cambiado su respiración, que el aire se había vuelto más pesado y que los sonidos naturales se habían enmudecido. No había grillos. No había pájaros nocturnos. Solo lluvia, y un silencio espeso que parecía presagiar desgracia.
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La sombra
En la espesura, una silueta oscura se movía con calma antinatural. La lluvia resbalaba por su chaqueta impermeable ennegrecida, empapando la tela como si fuese piel. La figura avanzaba sin ruido, con pasos medidos, sosteniendo entre sus manos un hacha de mango largo que brillaba cuando la luna, escondida tras las nubes, lograba asomar tímidamente.
La respiración del intruso era lenta, controlada. No había prisa, no había duda. Parecía conocer cada palmo del terreno, cada raíz y cada sombra. El bosque era su aliado.
Se detuvo frente a la primera carpa. Desde dentro, apenas se escuchaba el suave ronquido masculino y el murmullo ocasional de una chica girando entre sueños. La figura ladeó la cabeza, como un depredador evaluando a su presa. Levantó el hacha lentamente, dejando que la lluvia resbalara hasta el filo, y en un solo movimiento descendió con brutal fuerza.
El nylon se desgarró con un chillido agudo, seguido de un grito humano interrumpido por un chasquido húmedo y violento. La hoja atravesó carne y hueso con un estrépito grotesco.
—¡No…! —alcanzó a gritar una voz femenina antes de ser sofocada por otro golpe que hizo que la carpa se hundiera hacia adentro, empapada de sangre y agua.
Lo que sucedió en los segundos siguientes fue una masacre silenciosa: un golpe tras otro, acompañado por los crujidos de huesos partiéndose y el repiqueteo de gotas de lluvia mezcladas con sangre en el suelo. La lona temblaba y se teñía de oscuro, hasta quedar convertida en una tumba improvisada.
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La otra carpa
A unos metros, en la segunda carpa, el murmullo despertó a la chica que dormía. Abrió los ojos de golpe, sintiendo un instinto extraño, un escalofrío que le recorrió la espalda. Se incorporó lentamente, apartando el saco de dormir.
—¿Escuchaste eso? —susurró al oído de su novio, que apenas gruñó somnoliento.
—Mm… solo lluvia —murmuró él, girando para darle la espalda.
Ella no estaba convencida. Aferró su linterna, encendió la luz tenue y observó cómo las gotas se deslizaban por la tela de la carpa. Entonces, un sonido distinto: un golpe seco, seguido de un quejido ahogado. La joven contuvo el aliento, el corazón martilleando en su pecho.
—Despierta… —lo zarandeó con más fuerza.
El muchacho abrió los ojos con fastidio. —¿Qué pasa?
No alcanzó a levantarse cuando algo atravesó la lona con una violencia brutal: una flecha metálica que le perforó el pecho de lado a lado. El grito murió en su garganta mientras la sangre brotaba en un chorro caliente que salpicó el rostro de la chica.
—¡No! ¡Dios, no! —aulló ella, sujetándolo en vano mientras él se desplomaba con los ojos abiertos, vacíos.
El aire dentro de la carpa se volvió irrespirable. Sin pensarlo, la joven gateó hacia la salida, desgarrando la cremallera con manos temblorosas. Afuera, la tormenta la recibió con un abrazo helado.
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La persecución
El bosque parecía interminable. La lluvia golpeaba sus mejillas, el barro se pegaba a sus zapatillas y las ramas le arañaban la piel, pero ella corría. Corría como si la vida misma huyera con cada paso.
—¡Ayúdame! ¡Por favor! —gritaba entre sollozos, pero el bosque no devolvía eco alguno.
Detrás de ella, pasos firmes y constantes aplastaban el suelo empapado. No era una carrera desenfrenada, era una marcha implacable. El perseguidor no se apresuraba: sabía que ella no tenía salida.
La joven tropezó con una raíz, cayó al suelo, sus manos hundiéndose en barro frío. Se levantó de golpe, con la garganta ardiendo, y siguió adelante. El resplandor de un relámpago iluminó por un segundo la silueta de su cazador: alto, enmascarado por la oscuridad, con el hacha colgando como una extensión de su brazo.
Las lágrimas se mezclaban con la lluvia. Su respiración era un jadeo entrecortado. Entonces, a lo lejos, el rugido del agua: un río, un precipicio. El corazón de la chica se encendió con una chispa de esperanza.
Llegó al borde del acantilado, donde el río golpeaba con furia decenas de metros más abajo. Dudó un segundo, contemplando el salto como última salida.
Pero no tuvo oportunidad. Algo invisible brilló entre los árboles: un alambre tensado, invisible bajo la lluvia, cortó el aire. Corrió directo hacia él. Y en un segundo espantoso, la delgada cuerda de acero le atravesó la garganta con la violencia de un cuchillo.
Su grito murió en silencio. La cabeza se separó con un corte limpio, cayendo hacia el vacío mientras su cuerpo se derrumbaba al borde del barranco.
El ruido del río ahogó todo. Solo la lluvia siguió cayendo, inclemente, lavando la sangre que teñía el suelo.
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El silencio final
El bosque recuperó su respiración pausada. El asesino permaneció inmóvil un instante, contemplando el resultado de su cacería. Luego bajó el hacha, giró sin prisa y se perdió entre los árboles, dejando tras de sí un escenario de pesadilla.
La tormenta siguió rugiendo, como si el cielo mismo intentara borrar las huellas de lo sucedido. Nadie escuchó los gritos. Nadie presenció la masacre. Pero esa noche, en el corazón de los bosques de Los Ángeles, algo había despertado, algo que no se detendría jamás.